Piezas fenicias, ánforas romanas. son parte de nuestro pasado, del relato que museos como el de Chiclana pretende hacer llegar a quienes lo visitan para aprender de dónde venimos
Lo hemos comentado en alguna ocasión. Bastaría algo con así como “Las meninas” -puestos a pedir o a soñar…- para que no hiciera falta más reclamo ni más relato. Pero los pequeños museos locales no suelen contar con piezas de tal relevancia que, por sí mismas, sirvieran de imán. Por esto, gran parte del interés de nuestros museos descansa sobre el hilo discursivo que los sustenta. Nosotros, aquí, lo tenemos claro: ofrecemos un relato al visitante, un relato que las piezas presentes en las salas ilustran o iluminan.
Esto es evidente también en lo que a las piezas arqueológicas toca.
Recuerdo haber oído en una ocasión hace ya algunos años, a raíz de los hallazgos fenicios en la zona de El Castillo, que lo que habíamos de hacer era quedarnos con las piezas mejores y no dejarlas salir. Pero las cosas no funcionan, ni de lejos, así y no son nuestras las cosas que aquí aparecen en lo que a restos arqueológicos se refiere. Entregamos lo hallado y suplicamos préstamos luego. Obviamente, las piezas de mayor peso difícilmente retornan. Tener conciencia de ello es bueno. Nunca está de más el aterrizaje.
Hubo un tiempo en el que el mar no era frontera sino camino para el encuentro
Por esta razón, y volviendo al tema con que arrancábamos estas líneas, somos conscientes también de la conveniencia del relato, más obligado éste que sólo pertinente. Y como el relato no sólo es asunto del emisor referido a la cosa que se muestra, sino cosa también del receptor, a veces tenemos relatos alternativos -no sólo adaptaciones varias del lenguaje, que también- según el público (edad, formación, interés particular, etc…).
Pienso, por poner un ejemplo, en unas ánforas romanas que tenemos en la Sala 2 de la Exposición. En unas completas y en perfecto estado que parecen recién salidas del horno. Son las típicas que, del tirón, se nos vienen a la cabeza cuando oímos decir “ánfora romana”. Pero hay otras también, muy diferentes. Son sólo restos -no hay ninguna completa-, pero aportan éstos información más que suficiente para que salten a la vista las diferencias entre unas y otras, romanas ambas (que lo mismo la unidad del imprio no precisa de tanta uniformidad en cuestiones menores).
Estos restos de ánforas proceden de un pecio. Y nos sirven para explicar qué tipo de yacimiento es un pecio. Para explicar que estas ánforas eran recipientes de productos que iban y venían de un lado a otro del Estrecho. Y contamos que son ánforas africanas. Y que el norte de África era parte del Imperio Romano también -cosa que no sólo olvida el etnocentrismo europeo, que otras razones hay al otro lado para el olvido-. Y aprovechamos para recordar las imágenes que los informativos nos muestran con frecuencia. Las pateras, los cayucos de la vergüenza, embarcaciones de esperanzas tantas veces naufragadas; el abuso indigno/indignante de las mafias o la incompetencia de las autoridades competentes o complacientes,…
Les contamos entonces -pienso en nuestros escolares de ojos abiertos, casi sorprendidos- que, pese a lo que hoy evidencia el Telediario, el mar no siempre fue frontera natural entre los pueblos, muro a su manera contra un más amplio nosotros. Y les explicamos que hubo un tiempo en que mar era el camino, el camino por excelencia, el más rápido, el más barato, el más seguro… Las autovías de la época. Y que el Imperio citado creció en torno a un mar que era tan de todos que sólo pudo llamarse “Nostrum”.
Entonces, las piezas, los humildes restos del pecio, los trozos de estas ánforas rotas no requieren mayor iluminación. Cobran presencia, relevancia. Ya no son sólo restos de ánforas africanas, sino lección. La alquimia del relato. Y cabrían otros.