Andamos por el mundo mirándonos el ombligo y lo desgastamos de tanto contemplarlo. Ponemos al origen de nuestro ser en el centro de todo y el todo no está en el centro, sino en otro sitio al que no nos gusta ni asomarnos.
Ya nadie saluda con un “Buenos días” al cruzarse alguien en la escalera o por la calle. Ya no son buenos días para casi nadie, hastiados como estamos de tanta mediocridad que nos vuelve zombis que vagan por las calles.
Bajamos la cabeza para mirar el móvil y bucear por las redes “insociales” que nos llenan de naderías y memeces, que no memes, e invertimos horas de nuestra vida mirando la última foto que ha subido Fulanito con Menganita.
Vivimos a golpe de “Me gusta” en un mundo que es una magnífica burbuja que no nos mancha, no nos roza, no nos tumba, porque con tan solo un dedo, navegamos sin rumbo porque ya no tocamos tierra.
Volcamos nuestra ira contra el último titular y el que titula babea con su carga de bilis para empaparnos de mala leche que compartimos gratuitamente ahora sí, y luego también. Subimos nuestra felicidad a golpe de selfie y escondemos nuestras miserias en un caldo espeso que cocinamos a fuego lento.
Nadie soporta no tener razón, y no razonamos, ni sabemos de nada, pero sentamos cátedra, en un Máster de cuñadismo que obtenemos en la universidad de la estupidez. Para qué discutir, si lo podemos solucionar a tortas. Vamos por la vida en modo avión.
La pantalla nos escupe violencia que ingerimos con la naturalidad de quien está habituado y aunque el hábito no hace al monje, pocos los cuelgan y rompen con los malos hábitos que sólo nos aíslan en una isla infranqueable y con muros habituales.
No me hagan mucho caso. Es que hoy me ha dado por aporrear las teclas del ordenador, cual confesor que solo me soporta a mí, más que nada porque lo adquirí para llenar de palabras un rincón como éste, que usted tiene a bien leer. No digo nada, y lo digo todo. Ahora me voy al rincón de pensar. Falta me hace.
